DE UN CENTENARIO A OTRO
En torno a Nicolás Palacios
La mirada tendida hacia el Segundo Centenario tiene que volver al Primero.
Al cabo de otro giro de la rueda, puede sorprender encontrarse con problemas
análogos a los que sentían y denunciaban, cien años atrás, los personeros de la
generación que del Centenario tomó su nombre.
Nicolás Palacios, teórico de la “raza chilena” y de un racismo convicto y
confeso, es también el testigo de la “cuestión social” de comienzos del siglo
XX –en particular,
testigo preferente de la matanza de la escuela Santa María de Iquique en 1907-
y el defensor del roto frente a
una oligarquía que él estimaba fruto de una selección social negativa. Nadie
menos que el historiador socialista Julio César
Jobet valorizó en este aspecto a Palacios, ya a mediados del siglo que pasó.
Jobet valorizó en este aspecto a Palacios, ya a mediados del siglo que pasó.
En verdad, Palacios había bebido en las fuentes del racismo teórico del
siglo XIX europeo: Gobineau, Gumplowicz, Vacher de Lapouge y otros. Creía en la
distinción entre razas “patriarcales” y “matriarcales” y, en consonancia con
todo un ambiente intelectual de la época, miraba con desconfianza a las
llamadas “razas latinas”. Había hecho suya la tesis del origen godo de los
conquistadores de América, especialmente para el caso de Chile –las dificultades
de la Guerra de Arauco habían servído de selección-, y la combinaba con la
tesis del mestizaje de esa raza guerrera y patriarcal con otra de iguales
condiciones psicológicas, la araucana. Así se había formado la “raza chilena”,
única en América, pensaba Palacios. Eran, por cierto, los tiempos del orgullo
chileno por la victoria en la Guerra del Pacífico; pero también de las
inquietudes por la “cuestión social”. De ahí la reivindicación del roto por
Palacios; del exponente de esa raza, que había nutrido los batallones
victoriosos una generación atrás y ahora se veía hacinado en los conventillos y explotado en
las salitreras.
Cuando se habla de racismo, es preciso entenderse. Que ha habido un racismo
práctico que, no obstante la exaltación romántica de la resistencia contra el
Conquistador, ha afectado históricamente al indio americano, no necesita
demostración. El racismo antihispánico ha estado, por su parte, en el fondo de
muchos alegatos libertarios y republicanos en el siglo XIX: “España nos legó el
mal que era su esencia y modo de ser”, decía Lastarria; y Bolívar había
justificado una lucha genocida: “Españoles y canarios, contad con la muerte,
aunque seáis inocentes”. Manifestaciones retóricas éstas, que quizás no haya
que tomar demasiado en serio; o que se explican en la muy especial
circunstancia de una guerra civil y nacional a la vez. Mas muy a menudo la Leyenda Negra se
combinó con el juicio sobre la ineptitud hispánica para la moderna civilización
industrial y liberal, juicio en el que los motivos raciales tienen su lugar:
“El África comienza en los Pirineos”, había sentenciado Gobineau.
Las políticas migratorias de las naciones americanas en el siglo XIX
tampoco estaban exentas de supuestos raciales. Si de eso se trataba, Palacios
hilaba más fino que lo habitual en la clase política chilena: lo sublevaba,
desde luego, que en los círculos dominantes se hablara de reemplazar al roto
con inmigrantes supuestamente más aptos para lo que se estimaba la vida
económica moderna. Y los inmigrantes que en definitiva se acogiera, pensaba él,
debían pertenecer a las razas patriarcales; es decir, ser afines
a los elementos constitutivos de la nacionalidad.
Palacios comenzaba por apreciar al español y al indígena, lo que no es poca
cosa para plantearse la pregunta por lo que significa ser chileno. No se
trataba, en la concepción de nuestro autor, de una estratificación “horizontal”
de la sociedad, según líneas raciales; la verdadera división era, para él, más
bien psicológica, entre los elementos “patriarcales”, de origen godo y
araucano, y los elementos “matriarcales” (por hipótesis, predominantes en
los tipos “ibéricos” o “latinos”). Estos
últimos, que ya en tiempos de la Conquista primaban entre los letrados,
en los tiempos actuales florecían, según Palacios, entre los comerciantes
ligados al capital extranjero y entre los políticos o periodistas de tendencias
pacifistas o igualitarias.
Lo que está en el fondo del alegato de Palacios es qué constituya, en
definitiva, una nación. El vocabulario no debe prestarse a equívocos: está ya
demostrado que, en las primeras décadas del siglo XX, el concepto “raza” se
usaba muy ampliamente, y desde vertientes insospechadas (Defensa de la Raza,
en el gobierno de Pedro Aguirre Cerda). Por otra parte, a la idea de
nación-herencia se ha solido oponer –no sólo
hoy- el “plebiscito cotidiano” de Rénan[1],
voluntaria adhesión a ciertos valores políticos. Mas, ¿acaso es necesario
elegir entre ambas? Probablemente no se encuentre una nación que sea exclusiva
y enteramente de souche. A la inversa, ¿es concebible una nación que sea
permanentemente variable y fluída en su composición, en la que cada generación
no tenga lazos sanguíneos con la anterior? Palacios, que identificaba a la
nación chilena con “las familias organizadas en entidad política”, al poner el
criterio racial en la psicología, admitía implícitamente que, tanto o más que
el fenotipo, contaban la mentalidad y los valores.
Las tesis de Palacios no gozan de general aceptación desde el punto de
vista de la actual ortodoxia etnológica y antropológica. Pero su verdadero
valor está sin duda en el campo del mito: conscientemente, el autor invocaba La
Araucana, entendida como la epopeya fundacional de Chile. En su propio
plano, la obra de Palacios tuvo también, al parecer, una función mitopoiética;
habría que preguntarse si aún surte efectos. Porque, probablemente sea
difícil encontrar una nación cuyo fundamento último sea racional y consensual;
con seguridad, en casi todos los casos que se pueda invocar, sea un mito lo
que sustente finalmente los sentimientos de común identidad. Que en todos estos
casos se abuse o se pueda abusar de tales sentimientos, es sólo comprobación de
las falibilidades humanas.
Hay que agregar que la posición de Palacios no quedaba en el mero plano
teórico; su corolario práctico era la defensa de los más desvalidos
representantes de la “raza chilena”. No era una evidencia en la época del
autor, ni lo ha sido siempre después, el que los poderes públicos deban
interesarse por las condiciones de trabajo y de vida de sus conciudadanos, y no
simplemente dejarlos entregados a las leyes del mercado.
Ni tampoco este autor se abstenía de llevar sus tesis en el terreno
económico. Muy “darwinista” habrá sido la idea de una lucha por la
existencia entre las naciones; pero no se ha demostrado que la competencia
económica se oriente esencialmente por el altruísmo. Cuando Palacios critica
que las cifras de comercio exterior se tomen por el solo índice de prosperidad
de una nación –según lo
cual, dirá, “es tan próspero el pueblo esclavo del Congo como el de la Suiza”-,
está apuntando al núcleo de las relaciones económicas internacionales. Las
teorías del desarrollo y de la dependencia no sostuvieron, a su tiempo, nada
esencialmente diferente. Y cuando el escritor proponía la nacionalización de la
industria salitrera, se adelantaba a ideas que posteriormente entrarían en la
discusión pública y llegarían a suscitar un amplio consenso en la sociedad
chilena.
En sus días, Palacios fue tratado de boxer: la alusión era al
contemporáneo movimiento de oposición a la penetración extranjera en China. La
comparación era abusiva, desde luego; pero no carecía enteramente de sentido.
Pues hacia 1910 se podía ver la culminación de la hegemonía europea –o, más
ampliamente, de las naciones industriales- en el mundo. La civilización liberal
había alcanzado carácter global y no podía ser seriamente discutida; a
lo más, la cuestión era cuánto tiempo las “naciones atrasadas” demorarían en
asimilarse a las primeras –se les
podía inducir por la fuerza, en caso necesario. Palacios era, ya, enemigo de
una globalización avant la lettre.
Un siglo después, las admoniciones, los vaticinios, incluso las
exageraciones del autor, resuenan con extraña familiaridad para el lector. En
cierto sentido se diría que el tiempo gira al revés. Mejor, ¿por qué no
reconocer en el creador de un mito para la nación chilena, en el
pensador “social” de avanzada, en el pionero de la idea de nacionalización de
las riquezas naturales, por qué no reconocer en él –decimos- a un
“clásico” a su modo que, como los clásicos, es de perenne actualidad?
[1] “En el pasado, una herencia de gloria y
remordimientos; en el porvenir, un mismo programa que realizar… La existencia
de una nación es un plebiscito cotidiano”. Reproduzco la cita de Ortega y
Gassset, La rebelión de las masas, Espasa-Calpe, 1964, p. 149.
* Profesor en la Universidad Metropolitana de
Ciencias de la Educación, director de la revista Ciudad de los Césares, de
Santiago. Artículo publicado en Revista
2010, N° 1,
2009, La Serena, pp. 36-39.
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