viernes, 13 de enero de 2017





DE UN CENTENARIO A OTRO

En torno a Nicolás Palacios


La mirada tendida hacia el Segundo Centenario tiene que volver al Primero. Al cabo de otro giro de la rueda, puede sorprender encontrarse con problemas análogos a los que sentían y denunciaban, cien años atrás, los personeros de la generación que del Centenario tomó su nombre.
Nicolás Palacios, teórico de la “raza chilena” y de un racismo convicto y confeso, es también el testigo de la “cuestión social” de comienzos del siglo XX en particular, testigo preferente de la matanza de la escuela Santa María de Iquique en 1907- y el defensor del roto  frente a una oligarquía que él estimaba fruto de una selección social negativa. Nadie menos que el historiador socialista Julio César
Jobet valorizó en este aspecto a Palacios, ya a mediados del siglo que pasó.
En verdad, Palacios había bebido en las fuentes del racismo teórico del siglo XIX europeo: Gobineau, Gumplowicz, Vacher de Lapouge y otros. Creía en la distinción entre razas “patriarcales” y “matriarcales” y, en consonancia con todo un ambiente intelectual de la época, miraba con desconfianza a las llamadas “razas latinas”. Había hecho suya la tesis del origen godo de los conquistadores de América, especialmente para el caso de Chile las dificultades de la Guerra de Arauco habían servído de selección-, y la combinaba con la tesis del mestizaje de esa raza guerrera y patriarcal con otra de iguales condiciones psicológicas, la araucana. Así se había formado la “raza chilena”, única en América, pensaba Palacios. Eran, por cierto, los tiempos del orgullo chileno por la victoria en la Guerra del Pacífico; pero también de las inquietudes por la “cuestión social”. De ahí la reivindicación del roto por Palacios; del exponente de esa raza, que había nutrido los batallones victoriosos una generación atrás y ahora se veía  hacinado en los conventillos y explotado en las salitreras.
Cuando se habla de racismo, es preciso entenderse. Que ha habido un racismo práctico que, no obstante la exaltación romántica de la resistencia contra el Conquistador, ha afectado históricamente al indio americano, no necesita demostración. El racismo antihispánico ha estado, por su parte, en el fondo de muchos alegatos libertarios y republicanos en el siglo XIX: “España nos legó el mal que era su esencia y modo de ser”, decía Lastarria; y Bolívar había justificado una lucha genocida: “Españoles y canarios, contad con la muerte, aunque seáis inocentes”. Manifestaciones retóricas éstas, que quizás no haya que tomar demasiado en serio; o que se explican en la muy especial circunstancia de una guerra civil y nacional a la vez.  Mas muy a menudo la Leyenda Negra se combinó con el juicio sobre la ineptitud hispánica para la moderna civilización industrial y liberal, juicio en el que los motivos raciales tienen su lugar: “El África comienza en los Pirineos”, había sentenciado Gobineau.
Las políticas migratorias de las naciones americanas en el siglo XIX tampoco estaban exentas de supuestos raciales. Si de eso se trataba, Palacios hilaba más fino que lo habitual en la clase política chilena: lo sublevaba, desde luego, que en los círculos dominantes se hablara de reemplazar al roto con inmigrantes supuestamente más aptos para lo que se estimaba la vida económica moderna. Y los inmigrantes que en definitiva se acogiera, pensaba él, debían pertenecer a las razas patriarcales; es decir, ser afines a los elementos constitutivos de la nacionalidad.
Palacios comenzaba por apreciar al español y al indígena, lo que no es poca cosa para plantearse la pregunta por lo que significa ser chileno. No se trataba, en la concepción de nuestro autor, de una estratificación “horizontal” de la sociedad, según líneas raciales; la verdadera división era, para él, más bien psicológica, entre los elementos “patriarcales”, de origen godo y araucano, y los elementos “matriarcales” (por hipótesis, predominantes en los   tipos “ibéricos” o “latinos”). Estos últimos, que ya en tiempos de la Conquista primaban entre los letrados, en los tiempos actuales florecían, según Palacios, entre los comerciantes ligados al capital extranjero y entre los políticos o periodistas de tendencias pacifistas o igualitarias.
Lo que está en el fondo del alegato de Palacios es qué constituya, en definitiva, una nación. El vocabulario no debe prestarse a equívocos: está ya demostrado que, en las primeras décadas del siglo XX, el concepto “raza” se usaba muy ampliamente, y desde vertientes insospechadas (Defensa de la Raza, en el gobierno de Pedro Aguirre Cerda). Por otra parte, a la idea de nación-herencia se ha solido oponer no sólo hoy- el “plebiscito cotidiano” de Rénan[1], voluntaria adhesión a ciertos valores políticos. Mas, ¿acaso es necesario elegir entre ambas? Probablemente no se encuentre una nación que sea exclusiva y enteramente de souche. A la inversa, ¿es concebible una nación que sea permanentemente variable y fluída en su composición, en la que cada generación no tenga lazos sanguíneos con la anterior? Palacios, que identificaba a la nación chilena con “las familias organizadas en entidad política”, al poner el criterio racial en la psicología, admitía implícitamente que, tanto o más que el fenotipo, contaban la mentalidad y los valores.          
Las tesis de Palacios no gozan de general aceptación desde el punto de vista de la actual ortodoxia etnológica y antropológica. Pero su verdadero valor está sin duda en el campo del mito: conscientemente, el autor invocaba La Araucana, entendida como la epopeya fundacional de Chile. En su propio plano, la obra de Palacios tuvo también, al parecer, una función mitopoiética; habría que preguntarse si aún surte efectos. Porque, probablemente sea difícil encontrar una nación cuyo fundamento último sea racional y consensual; con seguridad, en casi todos los casos que se pueda invocar, sea un mito lo que sustente finalmente los sentimientos de común identidad. Que en todos estos casos se abuse o se pueda abusar de tales sentimientos, es sólo comprobación de las falibilidades humanas.
Hay que agregar que la posición de Palacios no quedaba en el mero plano teórico; su corolario práctico era la defensa de los más desvalidos representantes de la “raza chilena”. No era una evidencia en la época del autor, ni lo ha sido siempre después, el que los poderes públicos deban interesarse por las condiciones de trabajo y de vida de sus conciudadanos, y no simplemente dejarlos entregados a las leyes del mercado.
Ni tampoco este autor se abstenía de llevar sus tesis en el terreno económico. Muy “darwinista” habrá sido la idea de una lucha por la existencia entre las naciones; pero no se ha demostrado que la competencia económica se oriente esencialmente por el altruísmo. Cuando Palacios critica que las cifras de comercio exterior se tomen por el solo índice de prosperidad de una nación según lo cual, dirá, “es tan próspero el pueblo esclavo del Congo como el de la Suiza”-, está apuntando al núcleo de las relaciones económicas internacionales. Las teorías del desarrollo y de la dependencia no sostuvieron, a su tiempo, nada esencialmente diferente. Y cuando el escritor proponía la nacionalización de la industria salitrera, se adelantaba a ideas que posteriormente entrarían en la discusión pública y llegarían a suscitar un amplio consenso en la sociedad chilena.
En sus días, Palacios fue tratado de boxer: la alusión era al contemporáneo movimiento de oposición a la penetración extranjera en China. La comparación era abusiva, desde luego; pero no carecía enteramente de sentido. Pues hacia 1910 se podía ver la culminación de la hegemonía europea o, más ampliamente, de las naciones industriales- en el mundo. La civilización liberal había alcanzado carácter global y no podía ser seriamente discutida; a lo más, la cuestión era cuánto tiempo las “naciones atrasadas” demorarían en asimilarse a las primeras se les podía inducir por la fuerza, en caso necesario. Palacios era, ya, enemigo de una globalización avant la lettre.
Un siglo después, las admoniciones, los vaticinios, incluso las exageraciones del autor, resuenan con extraña familiaridad para el lector. En cierto sentido se diría que el tiempo gira al revés. Mejor, ¿por qué no reconocer en el creador de un mito para la nación chilena, en el pensador “social” de avanzada, en el pionero de la idea de nacionalización de las riquezas naturales, por qué no reconocer en él decimos- a un “clásico” a su modo que, como los clásicos, es de perenne actualidad?
Erwin Robertson*




[1]  “En el pasado, una herencia de gloria y remordimientos; en el porvenir, un mismo programa que realizar… La existencia de una nación es un plebiscito cotidiano”. Reproduzco la cita de Ortega y Gassset, La rebelión de las masas, Espasa-Calpe, 1964, p. 149.
*  Profesor en la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación, director de la revista Ciudad de los Césares, de Santiago.  Artículo publicado en Revista 2010, N° 1, 2009, La Serena, pp. 36-39.

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