viernes, 17 de diciembre de 2010

Loren J. Samons II: What's Wrong with Democracy?

Loren J. Samons II:
What's Wrong with Democracy?
From Athenian Practice to
American Worship.* University of California Press, Berkeley/Los Angeles/London, 2004, 307 pp.


L. J. Samons II es especialista en Grecia clásica, autor de obras como Empire of the Owl: Athenian Imperial Finance (Stuttgart, 2000) y Athenian Democracy and Imperialism (Boston, 1998). En What's Wrong with Democracy? (“¿Qué hay de malo con la democracia?”) analiza críticamente la práctica política ateniense en los ss. V y IV, con la mirada puesta en la democracia norteamericana de hoy. Uno de esos casos, pues, en que el estudio del pasado se vuelve juicio sobre el presente... y a la inversa.

Los puntos de vista del autor son heterodoxos, por decirlo suavemente: cuestiona la “fe” en la democracia, el “culto” (american worship) rendido a un sistema de gobierno cuyas virtudes se dan por aceptadas sin que medie demostración racional. LJS cree que las (buenas) cualidades que tradicionalmente se asocian con la democracia vienen de la existencia de un cuerpo ciudadano con derechos y deberes, y del gobierno de la ley, cosas que pueden ser separadas de la democracia per se. Cree más: que los valores democráticos propiamente tales (que se puede resumir en el igualitarismo y la noción de que la voluntad popular, expresada a través del voto, es moralmente buena), que han llegado a ser los principios morales y sociales fundamentales de la sociedad norteamericana, ahora amenazan la forma constitucional representativa de su gobierno.

Los Fundadores de la constitución norteamericana (James Madison, por ej.) desconfiaban de la democracia “pura”, tal como se practicó en la Atenas clásica. Sólo en el curso del s. XX los norteamericanos llegaron a identificar a su gobierno como una “democracia” –señala LJS-, a la vez que se imponía la creencia de que era el mejor régimen posible; pero ello fue justo en el momento en que la palabra perdía mucho de su significado originario. Atenas, en un tiempo un modelo, ahora suele estar bajo crítica, no porque fuera demasiado democrática (como pensaban los Fundadores), sino porque no realizó suficientemente los ideales democráticos. Así y todo, porque era (en todo o parte) democrática, Atenas antigua se beneficia del prejuicio moderno favorable a la democracia. ¿Y si los aspectos más problemáticos fuesen justamente los democráticos? Es característico el tratamiento de la muerte de Sócrates, aduce LJS; como un accidente o una anomalía que no autoriza un juicio sobre el régimen político que lo condenó: ¡casi como si Sócrates hubiera cometido suicidio!

Se trata entonces de examinar la historia ateniense, tal como fue, a fin de ver si de ella se puede extraer lecciones para la política y la sociedad modernas. Por lo tanto, un primer capítulo de la obra proporcionará información general sobre el tema; sucesivos capítulos pasarán revista a otros tantos aspectos de la demokratía ateniense. “Democracia y demagogos: Elección, votación y calificaciones para la ciudadanía” es el título del capítulo 2. Al contrario de lo que se estima en las democracias modernas, LJS recuerda que el voto no era un procedimiento definitorio de la democracia (la regla democrática era el sorteo, como advertía Aristóteles) . Sin embargo, cargos importantes, como el de strategós, eran elegidos por votación. Característicos de la democracia ateniense fueron asimismo la ausencia de calificaciones de propiedad para la ciudadanía y el hecho de que los ciudadanos más pobres recibieran, en distinta forma, pagos del tesoro público. No obstante, la noción de ciudadanía en Atenas difería de la de los modernos regímenes democráticos, donde se asocia primeramente con derechos y privilegios, más que con las calificaciones que requiere o los deberes que implica. Además, muchas de las garantías que comporta se consideran “derechos humanos” (comillas de LJS), que no dependen –se dice- o no deberían depender de la forma particular de régimen o de la distinción entre ciudadanos y extranjeros. Por el contrario, en la democracia ateniense la ciudadanía significaba serias obligaciones, incluso ciertos patrones de conducta privada, recuerda el autor.

El capítulo sobre las finanzas públicas (“the People's Purse”) subraya el carácter excepcional de Atenas entre las ciudades griegas: en primer lugar, por su riqueza en mineral de plata y por la flota de guerra que ella permitió. Con el imperio y el tributo de los “aliados”, en el s. V, pudo manejar recursos financieros sin comparación en Grecia antigua. Fue igualmente inusitado que el ateniense común, al que no se pedían requisitos de propiedad para votar en la asamblea, comenzara a decidir entonces sobre materias financieras. LJS señala el empleo abusivo de esos recursos (así lo era a ojos de todos los demás griegos) en pagos a los propios ciudadanos y en un extraordinario programa de obras públicas. Cuando se agotaron las reservas, como durante la Guerra del Peloponeso, o cuando dejaron de existir las rentas imperiales, como en el s. IV, Atenas debió gravar a sus ciudadanos ricos. Es agudísima la observación de que, con todo, a la hora de gastar, los atenienses giraban sobre sus propias reservas; la deuda pública moderna consiste en traspasar la deuda de una generación a otra.

La política exterior del s. V está tratada en dos capítulos. Evidentemente, los temas son la construcción del imperio, las circunstancias que llevaron a la gran guerra inter-helénica que fue la Guerra del Peloponeso, y las de la guerra misma. Un interesante excursus aborda el problema de la causalidad histórica, a propósito de la Guerra del Peloponeso. Para el s. IV (tema del capítulo que sigue), el problema es el de la “Defensa Nacional”, no ya el de una política imperial. De una Atenas agresiva, se pasa a una Atenas a la defensiva que terminará por sucumbir ante Filipo de Macedonia. Con todo, el triunfo de Macedonia no era inevitable, como no había sido inevitable el triunfo de los persas –con fuerzas mucho mayores- siglo y medio antes.

En “Democracia y Religión”, último capítulo, LJS recuerda que la sociedad ateniense era una integral society, sin la separación entre las esferas política, religiosa y económica, propia de las sociedades modernas. En Atenas, lo puramente “político”, en el sentido limitado moderno –lo relativo al gobierno, a las elecciones y a las opiniones al respecto- era sólo una pequeña parte del conjunto social. Sin duda, las actividades militares y religiosas disfrutaban de una participación pública mucho más elevada que la votación en las asambleas. Más que de demokratía o de los ideales de “libertad e igualdad” –comillas de LJS-, los principios unificantes del cuerpo ciudadano ateniense provenían de las creencias comunes acerca de los dioses, de un sentimiento de superioridad nacional y de la conciencia de la importancia de cumplir los deberes hacia los dioses, la familia y la polis.

Ahora bien, la tesis central de LJS es que, mientras que los logros por los que se admira a Atenas –el arte, la tragedia, la filosofía- no tenían que ver con la democracia, fue el carácter democrático del régimen lo que estimuló los aspectos más negativos. Si el pueblo decidía sobre la distribución de fondos públicos a sí mismo, eso tenía que alentar el desarrollo de los demagogos: era fácil para un político asegurar la propia elección o el éxito de las propias iniciativas mediante la proposición de repartir más dinero público a una porción suficientemente amplia de los ciudadanos. Es cierto que Pericles (como muestra Tucídides) fue capaz de “conducir al pueblo más que ser conducido por él”, y de persuadirlo a tomar decisiones impopulares, pero correctas desde el punto de vista del dirigente (que era el de la grandeza imperial de Atenas). Capaz también de enfrentar a ese pueblo, corriendo el riesgo de destitución, multas, ostracismo y hasta de la pena capital; muy a la inversa del “timid modern statesman, afraid even to suggest that 'the American people' might be misguided”. LJS penetra en el mecanismo psicológico del voto y cree poder establecer que el ciudadano medio, en el momento de elegir, no preferirá a los candidatos que se vean muy superiores a él o que le digan lo que no quiere escuchar. Es lo que parece haber ocurrido después de la muerte de Pericles. En el s. IV, Demóstenes se verá en apuros para convencer a los atenienses a destinar los recursos (entonces escasos) a las necesidades de la defensa antes que al subsidio del teatro. El autor repara también en la perversión que, a su juicio, constituye la reverencia por el acto mismo de votar, antes que por el sentido de la decisión –el “proceso” es más importante que el “producto”-, con la conclusión práctica: “any immoral or unwise act –whether it is executing a great philosopher or killing civilians while making undeclared war on Serbia or Iraq- can be defended on the grounds that it reflects the results of the democratic process”.

Tempranamente (s. VI), Atenas mostró ambiciones imperiales; y si suele hacerse una lectura humanista y liberal del Discurso Fúnebre de Pericles, el autor muestra que su tono es “militaristic, collectivist..., nationalistic". La democracia sólo exacerbó esta política. Los atenienses fueron plenamente conscientes de que la guerra y del imperio generaban ingresos que los beneficiaban directamente, lo que estimuló los aspectos más agresivos e imperialistas de la política exterior. Es claro que el pueblo aprobó todas las empresas que implicaban someter, expulsar de su territorio o exterminar a otros griegos. Si la democracia no fue la causa de la Guerra del Peloponeso, lo menos que se puede decir –en opinión de LJS- es que no hizo nada por poner fin a la guerra. Con todo, los atenienses en el s. V por lo menos arriesgaban sus vidas, en el ejército y en la flota. Mas en el s. IV estaban menos dispuestos a sacrificios para fortalecer y proteger el Estado y llegaron a pensar que tenían derecho a recibir pagos, existiera el imperio que proveía de rentas o no, y estuvieran o no cubiertas las necesidades de la seguridad nacional. El dêmos desalentaba a los individuos ricos y capaces de entrar al servicio del Estado; es shocking la frecuencia con que los generales eran juzgados y multados o condenados a muerte. Cuando llegó la hora de enfrentar el creciente poder de Filipo de Macedonia, los atenienses nunca quisieron sacrificar la paga por la asistencia a la asamblea y el subsidio del teatro para sufragar los gastos militares necesarios. Prefirieron escuchar a los oradores que les tranquilizaban con la perspectiva de la paz, antes de decidirse a una política exterior que protegiera a sus aliados –mientras los tuvieron.

Llegados a este punto, puede uno preguntarse que puede inferirse del funcionamiento de la democracia ateniense para la democracia moderna. LJS se detiene en un aspecto. A diferencia de la democracia antigua, que reposaba sobre un conjunto de sólidos valores comunes, independientes de la misma democracia, la moderna (en particular, la norteamericana, para el autor) ha debilitado esos valores, o prescindido de ellos. La democracia ha sido elevada al nivel de creencia religiosa (the American religion). Los nuevos valores moralmente aceptados e indiscutibles son freedom (para cualquier cosa que uno desee), choice (respecto de lo que sea) y diversity (en cualquier plano). Estas palabras resuenan en los corazones de los ciudadanos del modo como antes resonaban “God, family, and country”. Mientras parece perfectamente aceptable en algunos círculos reprender a alguien por sostener opiniones políticamente “incorrectas”, el hecho de hacer ver a otra persona que sus actos son moralmente equivocados y socialmente inaceptables, es en sí mismo considerado grosero, si no inmoral. Pero ninguna sociedad con valores reales (es decir, no los valores vacíos de libertad, elección y diversidad, advierte LJS) puede subsistir bajo reglas que impiden la reafirmación de esos valores mediante la desaprobación pública y privada de los individuos que los violan.

Como conclusión, el autor compara las figuras de Pericles y Sócrates. No enteramente homologables, desde luego: Pericles era principalmente político (“statist”, dice LJS) y ponía el servicio del ciudadano al Estado por sobre otras cualidades; su declarado objetivo era la grandeza de su patria. Sócrates, principalmente “moral”: para él, no era el poder del Estado el fin que debía perseguir el individuo, sino el mejoramiento de la propia alma. Mas tanto el uno como el otro arriesgaron sus propias vidas al servicio de su patria, su piedad religiosa (demostrada en el culto público) estaba conforme a lo que pensaban sus conciudadanos, subordinaron la ganancia personal a sus ideas sobre justicia o servicio público y fueron, cada uno a su modo, líderes dispuestos a correr grandes riegos por decir lo que juzgaban era necesario decir. No fueron totalmente exitosos: “Both might have been surprised to learn that we have taken the Athenian political system, stripped away its historical and social context, and raised it from a simple form of government to the one remaining Form of virtue”.

Las tesis de What's Wrong with Democracy resuenan inusuales y hasta provocativas, no sólo en Estados Unidos. Aquí nos interesan particularmente en lo que tienen que ver con la historia griega antigua. En este sentido, la obra de LJS es un completo y muy documentado resumen sobre la historia política de la época clásica, recogiendo la discusión historiográfica relevante del último tiempo. Algunas observaciones podemos permitirnos a este respecto. Ciertamente, la democracia ateniense no era nada pacifista, ni humanitaria ni especialmente tolerante; pero tampoco lo era Esparta, cuyo régimen político es habitualmente considerado oligárquico (podemos aceptar que los espartanos, por razones que ellos bien sabían, no estaban tan dispuestos a ir a la guerra como los atenienses). Los “crímenes de guerra” –para emplear la terminología moderna- abundaron por lado y lado durante la Guerra del Peloponeso –como en toda guerra, sin duda. La democracia ateniense, no por confiar el gobierno a una muchedumbre no calificada, fue particularmente ineficiente; por el contrario, manejaron sus finanzas bastante bien (aunque seguramente la Guerra del Peloponeso tuvo un costo mayor del previsto por Pericles) y su política exterior no dejó mucho que desear, al menos en el s. V (Tucídides contrasta la eficacia ateniense con la lentitud espartana). La paga por las funciones públicas, vista como una forma de corrupción por algunas de nuestras fuentes –y LJS parece compartir la opinión-, era necesaria, si se quería que el régimen fuera efectivamente democrático (Aristóteles señalaba las condiciones para ello) y, además, imperial (la flota era maniobrada en gran parte por los propios ciudadanos). El autor, por fin, adopta el punto de vista habitual en gran parte de la historiografía de los ss. XIX y XX sobre la decadencia de Atenas en el s. IV, un punto de vista que ya ha sido contrastado (nosotros mismos nos hemos referido al tópico en “La decadencia de la Polis en el siglo IV AC: ¿'mito' o realidad?”, Revista de Humanidades, U. Andrés Bello, Santiago, vol. 13, 2006, pp. 135-149).

Como quiera que juzguemos las opiniones políticas del autor, las cuestiones que plantea no son irrelevantes. Sin duda se puede sacar lecciones prácticas del funcionamiento del sistema político ateniense; de fondo, empero, es la pregunta de si ha existido una sociedad que no se funde en un mínimo de valores estables compartidos –no sólo “procedimentales”. Atenas puede ofrecer respuestas a estas preguntas. Como siempre, el mundo clásico tiene algo que decir a las inquietudes del hombre contemporáneo.
*Publicado en revista Limes N° 21, Santiago, 2009, pp. 174-178.