miércoles, 18 de septiembre de 2013

Karl-J. Hölkeskamp:

Reconstructing the Roman Republic.  An Ancient Political Culture and Modern Research.
Princeton University Press, Princeton & Oxford, 2010, 189 pp.
(Rekonstruktionen einer Republik. Die politische Kultur des antiken Rom und die Forschung der letzten Jahrzehnte, München, 2004).


La discusión que RRR prolonga, y quiere estimular, tiene más de un siglo. Mientras Mommsen había hablado de “partidos” en la Roma republicana, no muy diferentes a los que él conoció en la Europa del s. XIX, Matthias Gelzer (1912), Friedrich Münzer (1920) y Ronald Syme (1939) destacaron el carácter puramente personal y familiar de las relaciones políticas en la república romana. A partir de esta perspectiva prosopográfica, el consenso desde entonces vigente se basó en la idea de que la República era necesariamente oligárquica, y que en ella una clase dirigente –nobilitas, a veces llamada “aristocracia senatorial”- controlaba no sólo el Senado y los altos cargos políticos y sacerdotales, sino también la representación popular. Sin embargo, ya en el último tercio del s. XX ese consenso comenzó a ser discutido. Así C. Nicolet (en su Métier du citoyen, 1976) destacó el papel del populus y del ciudadano, que no se limitaba a simple mascarada. El autor de la obra que comentamos nos recuerda que aun maestros del método prosopográfico, como Erich Gruen (sobre cuya Last Generation of the Roman Republic, cf. nuestra reseña en Limes 7/8, 1995-96) y T.R.S. Broughton, advirtieron los límites del mismo y señalaron los peligros de ceñirse a esquemas dogmáticos. Pero quien desafió abiertamente la “ortodoxia” establecida fue Fergus Millar, en una serie de trabajos publicados desde 1984. Millar reivindicó la función política decisiva del pueblo a través de sus asambleas; llamó “mito” la idea del control vertical de la clase dirigente sobre otros grupos de ciudadanos y negó que existiera una clase dirigente como tal, homogénea y hereditaria. En su opinión, la república romana era un tipo de direct democracy, no una oligarquía aristocrática.
Es con Millar que K-JH emprende aquí una discusión frontal. Pues, en su opinión, Millar tiende a reemplazar posiciones unilaterales con otras igualmente one-sided, y su obra es provocativa, pero no ha abierto un verdadero debate (“From ‘Provocation’ to ‘Discussion’” se titula el cap. 1 de RRR). En consecuencia, K-JH se propone en esta obra revisar las réplicas a Millar,  que éste o sus seguidores han –aparentemente- ignorado, analizar los supuestos y problemas de las distintas visiones enfrentadas e intentar nuevas aproximaciones teóricas, metodológicas y empíricas al tema de la cultura política romana republicana. Veamos cómo lo hace.
Cuando Millar caracteriza la república romana como direct democracy se basa, afirma K-JH (cap. 2), en la idea de una “constitución” republicana, incluyendo la idea de soberanía del pueblo y de instituciones legalmente definidas. Ahora bien, esa constitución, como tal, no existió. Millar ignora –acusa nuestro autor- el creciente debate sobre la problemática reconstrucción de un “derecho público” romano (Staatsrecht), emprendida por Mommsen. Se trata de la crítica hacia la perspectiva de la historia constitucional y el subyacente (“abstract, metahistorical, and normative”) concepto de Estado. El punto es que no podemos hablar de “Estado” en la Antigüedad como hablamos del Estado moderno, ni de “constitución” como un entramado de instituciones y de derechos y funciones bien definidos. Siguiendo a Christian Meier (Res publica amissa, 1966), que ve en Roma una “constitución orgánica” basada en la propia práctica política, en tanto opuesta a una “constitución fundacional” (de tipo moderno), K-JH admite un mínimo de “estatalidad” (Staatlichkeit). En cambio, apunta a la relevancia del mos maiorum –con toda su falta de definición rigurosa- como clave de las relaciones y funciones de la vida política; de él resulta la influencia decisiva del Senado. Por eso es  discutible una reconstrucción de la República que se centre en las asambleas populares. Es más, si del s. II al s.I hubo un papel creciente de estas asambleas como cuerpos legislativos, en ello el autor ve no sólo una reducción de la flexibilidad, sino también el deterioro y la eventual desintegración del consenso en que la “constitución orgánica” se basaba. La tendencia a reemplazar las reglas sociales tradicionales por leyes escritas aparece como un medio de compensación de la declinación del consenso;  un síntoma de “torpor and crisis”, más que una efectiva democratización.
Siguiendo siempre a Meier, K-JH piensa que haría falta una teoría general de la formación de agrupaciones políticas (Parteiungen, “agrupaciones”, y no Parteien, “partidos”) en las sociedades premodernas (cap. 3). El proceso de formación, las condiciones y estructura de las agrupaciones mismas, su modificación y desaparición, la pluralidad de centros de decision making, son problemas que precisamente deben ser aclarados. Para analizar los centros de decision making, K-JH estima que hay que dejar de lado –una vez más- la perspectiva contitucionalista; es claro que, en Roma, el órgano central de gobierno fue el Senado, y tanto más cuanto sus competencias nunca estuvieron formalmente definidas –y así lo reconocía Mommsen. La (en principio sorprendente) potestad de los tribunos de la plebe, por ej., estaba limitada en concreto por numerosas tradiciones sociales, convenciones y reglas que derivaban del mos maiorum. Enseguida, está la cuestión de las jerarquías sociales –a través de toda la sociedad romana, a partir de la familia- y, en especial, la de la clientela. Pero reconocer la omnipresencia de las relaciones de dependencia en la sociedad romana –dice K-JH-, no significa adscribirse sin más a la “old orthodoxy” que Millar afecta combatir, aunque ya hace rato que la misma se encuentra bajo fuego. En particular, Meier ha sostenido la existencia de diversas clientelae en el tiempo y que, en definitiva, las relaciones clientelares llegaron a ser bastante más variadas, flexibles y concurrentes de lo que se había supuesto. Una última cuestión, en este capítulo, es la del grado de “politización”: qué temas podían estar o no en una agenda “política”. Muchas cuestiones en la sociedad romana no fueron, por mucho tiempo, objeto de discusión: no eran “politizables”, en la misma medida en que eran parte de un firme consenso sobre los fines y los medios. Ciertas cuestiones políticas que habían sido altamente controvertidas –por ej., la del acceso de los plebeyos a ciertos cargos- simplemente desaparecieron, en tanto otras –en la tardía República- pusieron a prueba la capacidad del sistema para alcanzar genuinas soluciones políticas. Las tensiones que no podían ser resueltas constituyeron –en términos de Meier- un “proceso autónomo” que llamamos “crisis de la República”.
Ese consenso firme y duradero es lo que explica que la República funcionase tan bien por tanto tiempo sin un cambio significativo en sus estructuras y carácter –eso es lo que debería llamar la atención, más que lo contrario, que la República haya entrado en crisis o caído (cap. 4). El consenso ha sido explicado, a su vez, por la “orientación hacia el Estado” que caracterizaba el ethos colectivo de los romanos, la identificación de la aristocracia con el Estado y la disposición a obedecer de parte del pueblo (E. Flaig habla de Gehorsamstiefe, “profundidad de obediencia”). Aceptando en general esta idea, K-JH  quiere examinar ese ethos colectivo con los nuevos métodos de la Begriffsgeschichte (historia conceptual). Ya los filólogos clásicos habían emprendido la definición de los términos que designan las “virtudes” romanas (virtus, fortitudo, fides, gravitas, etc), pero se ha tratado, piensa nuestro autor, de un método lexicográfico poco sofisticado teóricamente (y, peor todavía –nos dice-, en cierta escuela alemana ha habido una “agenda oculta” política e ideológica en torno al ideal de la Romanidad). Se trata, en cambio, de los términos (“cognitive concepts”) que designan, construyen y afirman el “significado” en la sociedad romana, no sólo en la retórica de la política y de la controversia legal, sino en todas las formas del discurso literario, religioso y social. Ni la validez universal y general aceptación de esas virtutes, ni su traducción en un código concreto de conducta pueden darse por supuestas, previene el autor. Por el contrario –propone-, su carácter de problema necesita ser aprehendido por cualquier análisis histórico cultural y social que valga la pena.
El concepto de “cultura política” (cap. 5) es central a RRR, y su autor lo toma de C. Geertz, con el sentido de “conjunto de textos”, interconectados inseparablemente en “redes de significación” y formas simbólicas que constituyen el conocimiento, en una sociedad dada, de las “attitudes toward life”.  No se trata solamente de un sistema de conceptos morales o de las convenciones u costumbres aceptadas, sino de toda una serie de “images of reality, a system of ‘making sense’ of”; o, como también lo llama, “conocimiento nomológico”. Porque, mientras hay un lado “técnico” o racional de la política (su “superficie”: la “agenda” concreta, el contenido explícito), hay también aspectos “expresivos”, “ceremoniales” y “cognitivos”. En toda cultura y sociedad –se nos dice- se encuentran formas simbólicas de comunicación (rituales, juegos, espectáculos, procesiones y festivales de todo tipo) junto a las instituciones políticas y procedimientos formales de decision making. Es importante la advertencia de que las formas simbólicas y rituales y los procedimientos “racionales” o “técnicos no pueden ser separados como tipos opuestos; y que tampoco representan “etapas” (históricas) en algún proceso lineal de “racionalización”. Ejemplos de estos “textos” los tenemos en la pompa triumphalis, pero también en las ceremonias religiosas corrientes, en las reuniones del Senado y en las asambleas populares; y en ese “texto urbano monumental” que incluía templos y santuarios, el Foro Romano, el Capitolio y otros centros y monumentos cívicos. Dos líneas recientes de indagación han convergido en este tema: una orientada hacia el “poder de las imágenes” (P. Zanker) y otra hacia la “memoria cultural”.
En este contexto, es importante la discusión sobre el grado de “estatalidad” de la “ciudad-estado”; e importante, también, el aporte de la historia comparada sobre las ciudades-estado en la Europa premoderna, Cercano Oriente, América o Asia. K-JH se queda con una concepción “minimalista”, que no necesita implicar todos los supuestos del Estado en sentido moderno. En cuanto a las instituciones, hay que evitar entenderlas en un sentido estático, sino más bien concebirlas como un ordering pattern, estructuras normativas que son estabilizadas por la repetición regular de cierta conducta, que a la larga lleva a la “solidificación” de la misma, que se hace así predecible, internalizada y confiable. Y la “estatalidad” de la ciudad tiene el específico carácter de una relación “cara a cara”: las instituciones y las conductas institucionalizadas suponen una “audiencia”, el populus Romanus “and its res” (la res publica), presente en rituales cívicos y todo tipo de actos públicos, y regularmente en comicios y contiones.
El tema de “aristocracia y democracia” es, por supuesto, ineludible –pero se trata de “a dated dichotomy”, anuncia el autor (cap. 6). En polémica con Millar, nos recuerda que nadie ha pretendido que la “aristocracia senatorial” (la nobilitas) fuese un aristocracia hereditaria “clásica” en el sentido de un grupo cerrado y legalmente definido, privilegiado por derecho de nacimiento y descendencia; que ni aun Münzer o Syme han usado los términos nobilitas  y nobilis como términos técnicos (aunque, leyendo, por ej., a Syme, uno tiene la impresión de que emplea esos términos en un sentido preciso y específicamente romano, lo que está muy cerca de ser un sentido “técnico”); y que nadie ha definido esta aristocracia como un “orden” o “estamento”, con la salvedad del antiguo patriciado.  Se trata pues de la aristocracia “patricio-plebeya” de la República media y tardía, esa “aristocracia de oficio” que, insiste K-JH, era una aristocracia “abierta” en cuanto la única condición para pertenecer a ella era el haber ejercido ciertos cargos, el acceso a los cuales nunca estuvo restringido por ley a un grupo determinado. Sin embargo, parece apropiado distinguir en ella un núcleo de gentes que fueron capaces de mantener un alto grado de éxito en sucesivas elecciones en un período relativamente largo de tiempo, de un círculo más amplio de familias que no fueron tan exitosas y debieron luchar siempre para mantenerse dentro de esa aristocracia. Ejemplos en ambos sentidos proporciona un rápido examen de los Iulii, Genucii, Popilii y Caecilii Metelli, además de los casos de grandes individuos que no fundaron un linaje consular. Una conclusión parece ser que el “ala” plebeya de la nobilitas estuvo sujeta a cambios y fluctuaciones en la “membership in the club” en más alto grado que el “ala” patricia. Pero los Fabii y Aemilii proporcionan también, por el lado patricio, ejemplos de grandes cambios de fortuna. Otra conclusión es que la supervivencia de muchas familias en la línea masculina podía ser seriamente amenazada en cualquier generación: por la baja esperanza de vida, agravada por el hecho de que un joven aristócrata tenía que probarse en diez años de servicio militar (con el riesgo consiguiente), y porque –ya a principios del s. II- se estableció una relativamente alta edad mínima para los cargos con imperium.  
Pero aun si la composición efectiva de esta aristocracia senatorial y de su círculo interior estuvo en constante fluctuación, no es necesario –como querría Millar- abandonar la idea de una clase política aristocrática. Si ella no se cerró formalmente, mostró, no obstante, una inherente tendencia hacia la exclusividad –lo recuerda simplemente la muy alta proporción de cónsules con antepasados consulares. Su “exclusividad” derivaba principalmente de su identidad colectiva y de su propia definición (implícita) como “clase política”. Pero también de una orientación ideológica de “exclusiva” devoción a la política y a la guerra al servicio de la res publica. A diferencia de otras aristocracias, todos los miembros de ésta tenían que dedicarse individualmente, en forma exclusiva, al servicio del sistema. Asimismo (y es un rasgo fundamental), los honores eran concedidos, independientemente de la propia aristocracia, por el pueblo. Aunque las elecciones no fueran enteramente “libres” (dados los derechos del magistrado que presidía, la forma de votación, etc), la elección como tal era indispensable. La misma intensa competencia por los honores exigió que los “ganadores” fueran seleccionados en una instancia neutra, fuera de la clase política misma. En paradoja sólo aparente, la elección era el mejor modo de asegurar la estabilidad y el mínimo nivel necesario de homogeneidad y consenso en esta aristocracia de oficio.
Si el sistema político romano era tan altamente competitivo, requería por tanto un alto grado de consenso (cap. 7). Volviendo, pues, a la cuestión del consenso, K-JH recurre a la tipología de las formas de competencia trazada por Simmel: cuando se compite por un premio, los “partidos” no luchan directamente uno contra otro, sino más bien por el reconocimiento de sus méritos por un “tercer partido” (el populus Romanus que otorga los honores). Se sigue de ello que los “partidos” concurrentes tienden a estar tan cerca del “tercer partido” como sea posible. Simmel destaca el “inmenso efecto socializante”  de este tipo de competencia: las partes tienen que compartir un cuerpo de normas y reglas. Tales son la igualdad entre competidores (el perdedor debe tener oportunidades de llegar a ganar en alguna próxima oportunidad); la disponibilidad o asequibilidad del premio, a intervalos previstos regulares (las elecciones, en este caso), y la comparabilidad de la actuación y logros de los competidores.  Para el caso romano, apunta K-JH, la competencia, como elemento central para mantener y reproducir esta “meritocracia”, estuvo integrada en un consenso acerca de sus precondiciones, reglas y fines, basado en un alto grado de aceptación y consentimiento colectivos
El corolario de este sistema, dice K-JH, es la “collective concentracion on public presentation”, por una parte, y, por otra, la presión permanente sobre casi cada miembro de la clase política para hacerse públicamente “presente”, “visible” en persona y conocida. La interacción se manifestaba de dos modos: como apelación al populus Romanus y negociación con él, en cuanto foro formal de decisiones y ultimate source of legitimacy; y como reafirmación, reproducción y renovación de la clase política por el populus en las elecciones y otras formas de asentimiento.
Si los honores no eran, como tales, hereditarios, otros atributos, propiedades, ventajas y privilegios sí lo eran, observa K-JH (cap. 8). Son ellos los que constituyen el “capital social” o “simbólico”, en términos de P. Bourdieu. Este “capital” era creado por los antepasados y acumulado a través de varias generaciones, mediante el ejercicio de consulados, preturas, censuras, sacerdocios, etc. Así los antepasados “recomendaban” a sus descendientes (commendatio maiorum). Vale decir, era parte del consenso general que el capital simbólico de una gens era un legítimo criterio en el momento en que correspondía al populus asignar rango y  status a un individuo. Este capital no sólo tenía que ser cultivado  y renovado por nuevos “depósitos”, sino que también la memoria del mismo tenía que ser actualizada: la pompa funebris, con la exhibición de las imagines, servía, entre otras ceremonias, a ese fin. Cierto que podía ser una herencia compleja y –en ocasiones- ambivalente. Pero a la vez el capital simbólico ejercía una permanente presión sobre los miembros individuales de la familia: la “ley de hierro” de la meritocracia romana rezaba que un joven nobilis no podía permitir ni la más ligera sospecha de que le faltaba la necesaria industria para distinguirse por sí mismo. En fin, el consenso sobre la validez de ese capital social se extendía a todo el espectro de formas y medios de presentación pública de logros y méritos.  Todos los rituales y modos de auto-anuncio tenían que seguir patrones reconocibles, y, por consiguiente, tenían que ser regulados por un conjunto aceptado de reglas. La “comparabilidad” permaneció como la esencia de la competencia, incluso en la situación confusa y desequilibrada de fines de la República.
RRR termina con un alegato por una “nueva Historia Antigua” (cap. 9). La crítica que se hace a Fergus Millar consiste, finalmente, en que éste no supo tomar en cuenta los intentos ya existentes de revisión de la antigua “ortodoxia”, y perdió la oportunidad de proseguir y enriquecer una discusión que implicaría cuestiones teóricas y metodológicas de largo alcance. Pues K-JH aprecia un “cambio de paradigma” en la historia antigua, que debería salir del ghetto de sus fijaciones y restricciones tradicionales (la tradición del Staatsrecht, por ej.) y abandonar la concentración “anticuaria” en una “strictly positivist histoire historisante. Sólo que, con esta invocación a L. Febvre, nos da la impresión de que autores como éste, M.I. Finley o J. Le Goff, conocidos hace bastante tiempo en nuestro medio, han venido a conocerse sólo recientemente en la historiografía de lengua alemana. Pues barreras lingüísticas pueden aún ser efectivas: en sentido inverso, sobre la recepción de la obra historiográfica alemana en la lengua inglesa, el autor se queja: teutonica sunt, non leguntur. Como fuere, observa que, ya desde mediados de los 70, muchos historiadores se apartaron de las ideas recibidas y de las tradicionales preconcepciones –la división en “épocas” o “períodos” establecidos, por ej.- y se interesaron por temas nuevos, tales como las formas, carácter y definición del “imperialismo” romano, o la “estatalidad” de la ciudad-Estado. K-JH  cree que una “gramática política”, en el sentido que Ch. Meier quiso darle, permanecerá en la agenda de una Historia Antigua modernizada; que una filología clásica reformada, que ha llegado a redefinir su noción de “texto”, llevará a interesarse no sólo en la literatura, sino asimismo en las condiciones sociales e intelectuales de su producción; y que la interdisciplinariedad permitirá nuevos enfoques. Cierto, admite, las teorías de moda pueden ser extravagantes o aberrantes; pero, aun así, la amenaza representada por “postmodernist arbitrariness” puede ser enfrentada tomando la ofensiva y promoviendo un concepto de “cultura política” basada en la moderna historia social y cultural, tanto como en la ciencia política.
Puesto que K-JH, a lo largo de su obra, polemiza fuertemente con Millar, es necesario decir algo en descargo de este autor. En uno de sus primeros trabajos sobre el tema (“Political Power in Mid-Republican Rome: Curia or Comitium?”, Journal of Roman Studies 79, 1989 –incidentalmente, en parte una revisión de la obra de K-JH, Die Entstehung der Nobilität), Millar sostenía que no se puede dar por sentado que existiera una clase dirigente simplemente porque algunos individuos ejercían las magistraturas que, a priori, se han definido como constitutivas de esa clase. Millar apuntaba, por ej., a que, cuando, de más de 1000 tribunos de la plebe (entre 366-219; de hecho, cerca de 1500), se conocen los nombres de sólo una treintena, no hay antecedentes para sostener que eran una élite, “except (circularly) that they held the tribunate”; que tampoco hay pruebas para afirmar que Q. Publilio Filón (cuatro veces cónsul entre 339-315, dictador, censor) era un “aristócrata”, si no conocemos a sus antepasados (tal vez haya un Publilio tribuno en 384); y que tampoco estamos seguros de que L. Cecilio Metelo, cos. 251 y 247 –el primero en exhibir elefantes en un triumphum-, haya sido hijo del cónsul de 284 –requisito para tenerlo por nobilis. Nótese que hablamos de la “República media” (ss. IV-III); otra cosa es la nobilitas que se constituye a partir de entonces. Pero, aun en este caso, cuando se encuentra un Claudio de Antium, o Claudios etrusquizantes en Aleria, se puede empezar a pensar –observa Millar- si la larga continuidad que se atribuye a la gens Claudia no es un caso de mythic history. K-JH no se hace cargo de estos argumentos.
 Sin duda el término “constitutional” es equívoco, aunque no sabemos si Millar, cuando lo emplea, piensa realmente en algo así como una “constitución” de tipo moderno. K-JH sostiene que era muy excepcional que las asambleas populares romanas crearan “normative public law” a través de la legislación (“at least so far as the middle Republic is concerned”); Millar, por su parte, admitiendo que la cuestión de cuándo un acto de voto colectivo constituía legislación, en la temprana República, es “a minefield of confusion”, puede citar toda una serie de actos legislativos de sentido democratizante en los ss. IV y III (ibid.). Que el ciudadano común participase en comitia y contiones, en elecciones, legislación, juicios y en todas las formas de vida “pública”, no significa en todo caso que la cultura política romana fuera democrática; al contrario, ello era el supuesto de la existencia de la clase política aristocrática –arguye, contra Millar, K-JH. Pero éste reconoce que el populus era “la última fuente de legitimidad”; si es así –y si la dicotomía aristocracia-democracia está dated (“pasada de moda”)-, es posible llamar “democrática” a esa fuente de legitimidad y ver allí el elemento democrático del sistema político romano –sujeto a variaciones y tensiones del s. IV al I, claro está. La disputa puede ser, en parte, nominalista.
Mas, si RRR parte de la polémica con Millar, es notorio que el interés que presenta es más amplio. Como se ha visto, no tenemos en esta obra una “historia de Roma” de tipo tradicional –por períodos o por “temas”-, sino un intento de conceptualización y problematización que, en este sentido, interesará sobre todo al especialista. Mientras muchos historiadores han solido emplear conceptos o categorías dando simplemente por supuesto su significado –“aristocracia”, por ej.-, y en tanto se descuidó en el pasado los aportes de otras disciplinas, K-JH nos muestra nuevas posibilidades. Conceptos tomados principalmente de las ciencias sociales, como “clase política” (incidentalmente, este término proviene de Gaetano Mosca, el sociólogo de la Italia fascista), “consenso”, “competencia”, “cultura política” y otros, son usados, no como fórmulas explicativas a priori, sino como aproximaciones para entender un aspecto de la historia de Roma antigua –y se validan, como hemos visto, por el resultado. En una discusión que no va a acabar tan pronto, el autor “reconstruye” así la república romana: de un modo sugerente, no cabe duda.
Erwin Robertson

Publicada en Limes  24/2011, pp. 198-204, Santiago, con numerosas erratas.